AVATAR, la última película de James Cameron, es una mezcla de historia de amor bio-tecnológico con mundos de la virtualidad real, en la que unos alienígenas-indígenas se conectan a la Matrix a través de terminales de fibra óptica que tienen incorporado en el ADN del pelo.
La historia hace una maniobra narrativa interesante al des-dramatizar la posibilidad de habitar otros cuerpos en esquemas switching packing que hoy vemos cotidianamente en Internet. En Avatar, se juega con este otro yo a un nivel extremo, místico y épico, que no se había visto antes en el cine. Más que el argumento central, abundante en pachotadas de soldados ignorantes e incivilizados cuya misión es destruir un planeta tornasol, de gamas magenta en cada uno de sus rincones, lo interesante de esta película es el universo cultural que se recrea para dar vida a los nativos de este planeta extra solar.
La caza de pájaros del jurásico, combinada con sesiones de inteligencia colectiva para enlazar con la divinidad, así como la adoración a totems propios de las culturas colaborativas como el gran árbol -la web-, son objetos perfectos en el motor temático de Cameron, a quien le debemos no sólo la fórmula comercial perfecta del diseño emocional (Titanic), sino también, íconos pop elementales como lo es Terminator y la correspondiente imagen de humanidad hiper-tecnologizada futura.