*Escrito mientras resido el año 2006 en Barcelona, España
Nos embarcamos en un viaje improvisado a un destino icono de Europa: París. Nos prestan un piso, en un gesto poco común hoy en día. Había que aprovecharlo, sin dudar. Ulises es el personaje enigmático, que nadie conoce, pero que, sin embargo, abre las puertas de su casa. Sole, mi hermana, a partir de sus gestiones electrónicas, me pide coordinar el asunto desde Barcelona.
Me junto en la Rambla con Ulises y Nora para el traspaso de llaves. Almorzamos y hablamos de la humanidad. Ellos son de izquierda auténtica. Tienen el corazón partido por el naufragio de un ala de los ideales de la modernidad. Pero lo pasamos bien. Tomamos vino y cervezas. Me quedo con las llaves de la casa de un amigo que recién conocía. Que no sabía que tenía.
Con Maite, primero pensamos en ir en bus hasta París, sintiéndonos un poco culpables del gasto de un viaje sorpresa. Luego de evaluar la alternativa in situ en el terminal de buses, el aire a malos compañeros de viaje nos llevó a sacar pasaje en avión low cost.
Volamos hacia París en la irlandesa Ryanair, desde Girona. Llegamos a Beauvais, a 80 kms. de París. Cuando llegamos a la Ciudad de la Luz vimos desde el bus la Torre Eiffel, destellando rayos a toda la urbe, como si siempre hubieran estado ahí. Una primera imagen que se hacía realidad, desde los clichés del cine hasta la experiencia misma.
El aire fresco de París nos relaja, es notable el contraste con el calor anormal de Barcelona. Usando un impreso de Internet, tomamos el Metro. La ciudad no es la misma abajo que arriba: en el subsuelo está la miseria. Las caras serias. Cualquiera se ve distinto allá abajo. Más cansado y destrozado por la vida. Una vez afuera de la red de Metro, vemos un París de cómics, el de Bilal. Una arquitectura elegante, una pelea de haitianos abajo del piso. Nada serio en realidad. Sólo el permanente lamento de la diáspora de tantos apátridas. Una vez en el piso de Ulises, nos sentimos acogidos. La casa de un chileno cercano en muchas cosas. Desde ahí pudimos apreciar el verde tintineo nocturno de los árboles.
Sin un obsesivo plan, salimos al día siguiente. De a poco comprendo por qué París es París. Un emplazamiento apoteósico del casco antiguo me hace pensar por un momento en la búsqueda por crear espacios ideales. Luego pienso que para recibir a los ejércitos hay que diseñar grandes avenidas. Que el cielo y el infierno deben tocarse permanentemente. Y que entremedio marchan hombres y mujeres buscando trascender y alcanzar una mejor vida. Que para detentar poder hay que demostrarlo. Leones de oro, ángeles
Arrogancia. Vanidad. Una reputación de siglos que no se disipa a pesar de las hordas de turistas. La Mona Lisa en el Louvre. Es como ver al Hombre Elefante. Una atracción de circo, con guardias que gritan, caos, prohibido emocionarse. En la fila del café una alemana me reclama histérica haberme adelantado, sin darme cuenta. La oigo rumear contra “los españoles”. El nazismo sigue vigente. El odio por el otro-distinto es innato y no cambia con el pasar de los años. La historia relata los ciclos de la barbarie y las distintas tecnologías disponibles para desplegarla.